Cuando un artista fallecido hace más de medio siglo mantiene la devoción, no sólo de estudiosos y especialistas, sino también de la generalidad del público, es que su valor específico es muy alto y sólido.
Gaudí ha ganado la fama bien ganada puesto que, cuando vivía, jamás se sometió a la tiranía de los críticos, ni se enroló en las útiles capillitas o grupos que tratan de conseguir colectivamente lo que de modo individual les sería negado. Una vez fallecido, el interés por su obra no decayó nunca, a pesar de que los movimientos arquitectónicos modernos estaban muy apartados de las formas y conceptos gaudinianos.
Pero, a partir de 1952, centenario de su nacimiento y momento en el que se present├│ una importante exposici├│n sobre su arquitectura, las publicaciones, exposiciones y todo tipo de actividades docentes o divulgativas se han sucedido aceleradamente.
La abundancia de material crítico sobre Gaudí ha tenido, a la larga, un efecto contraproducente. Se han escrito cosas muy sensatas pero también las ha habido descabelladas y absurdas.
Por esta razón es necesario hacer un esfuerzo para llegar a comprender a Gaudí, no a través de las teorías de la Estética, ni de las corrientes críticas actuales. Para comprender a Gaudí hay que centrarse en su obra y en su personalidad.
Para observar a Gaudí con ojo atento es preciso liberar la mente de prejuicios basados en la común manera de estudiar el arte y los estilos, por parte de críticos e historiadores.
El gran secreto de Gaudí reside en una contemplación a la vez ingenua e inteligente de la Naturaleza.
Gaudí observó las flores y los animales sin caer en la deformación profesional de los arquitectos que adaptan las formas naturales a las que, la milenaria tradición arquitectónica, ha consagrado como fundamentales e imprescindibles.
De tal observación dedujo Gaudí que la Naturaleza utiliza para sus composiciones una geometría distinta de la habitual entre los arquitectos.
Las cosas en el espacio presentan en este planeta formas que rara vez se asimilan a los poliedros regulares formados por caras planas, sino que ofrecen formas sinuosas, ángulos agudos y composiciones que malamente caben en la geometría euclidiana y que, del modo más sencillo posible, se pueden asimilar a las que se hallan en la geometría llamada reglada. Es decir, formas alabeadas en el espacio compuestas íntegramente por líneas rectas. Las montañas, los huesos del esqueleto, los tendones entre los dedos de la mano, son mucho más cercanas a las formas de la geometría reglada que a la de uso corriente por los profesionales de la arquitectura.
El descubrimiento de esta geometría, descubrimiento desde el punto de vista del arquitecto, no del matemático, pues la geometría reglada era conocida desde finales del siglo XVIII, no le llegó a Gaudí por ciencia infusa sino a través de la contemplación de los alambiques que su padre fabricaba en la calderería de Reus. Las elegantes formas alabeadas del brillante cobre sugirieron al joven Gaudí soluciones naturalistas y absolutamente nuevas en el campo de ]a construcción.
Para llevar a cabo su inédito experimento arquitectónico Gaudí se valió siempre de las técnicas tradicionales de la construcción en Cataluña y no se preocupó de las nuevas técnicas del hormigón armado y otros materiales que ignoró, resolviendo todos los casos con vulgar cemento rápido, mortero de cal, ladrillos y piedras.
De entre las técnicas que los albañiles catalanes de aquel tiempo dominaban, Gaudí eligió la de la bóveda tabicada, es decir la formada por dos o tres gruesos de ladrillos por tabla o sea unidos por su cara mayor. Esto da lugar a delgadas bóvedas que fueron utilizadas por Gaudí para producir todas las complicadas formas en el espacio. Tanto las cúpulas de la finca Güell, como los desvanes de Bellesguard o el banco del parque Güell, están hechos de bóvedas tabicadas que luego se cubren con mortero, yeso o troceado cerámico. En esta técnica, que requiere oficio, pero no conocimientos especiales, halló Gaudí un inmenso campo de posibilidades, ya que, gracias a ella, pudo componer todos los elementos de su arquitectura por complicados que puedan parecer.
A ello unió el sentido del color y del brillo que está siempre presente en la Naturaleza, que produce las más maravillosas composiciones sin pretender crear obras de arte. Los aplacados cerámicos, los revestimientos de vidrios de colores y las vidrieras polícromas ayudaron a Gaudí a crear una decoración espontánea y elegantísima.
Gaudí recorrió un largo camino de perfeccionamiento a lo largo de su vida, puesto que anduvo por una senda inédita y desconocida, puede decirse que rehizo el camino de la arquitectura con intención, no de superar la Naturaleza, sino de someterse a ella al entender que es la creadora de formas y estructuras por excelencia.
No fue tarea fácil y Gaudí dedicó a la misma cada instante de su vida con exclusión de cualquier otra actividad.
Puede decirse que fue un sacerdocio arquitectónico el que condujo durante toda su existencia. La contemplación de la Naturaleza, y la comprensión de sus extraordinariamente prácticas formas, le acercó a la obra del Creador tal como sucedió en el caso de San Francisco de Asís. A tenor de tal concepto pudo Gaudí haber resultado un perfecto panteísta o un pagano glorioso, en vez de ello halló en la excelsa liturgia católica el verdadero campo en el que hacer crecer sus ideas y sus formas.
La espiritualidad de la arquitectura de Gaudí arranca de la materialidad de la Naturaleza entendida como obra de Dios, que es el Gran Arquitecto del Mundo.
Es muy posible, más que posible seguro, que Gaudí no intentara crear obras de arte al construir su arquitectura, sino resolver con los elementos de la construcción tradicional unos problemas de formas arquitectónicas más adaptadas al entorno natural del hombre.
Con todo, la obra arquitectónica gaudiniana es infinitamente sugeridora para los artistas que se sienten magnéticamente atraidos por la riente realidad de sus alabeadas y cromáticas superficies.